Las mentiras sobre el azúcar

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Las mentiras sobre el azúcar

Cuando hablamos del azúcar difícilmente asociamos este alimento a otras consecuencias negativas que no sea el posible aumento de peso. Tanta es la confianza que merece que no dudamos en dar a nuestros niños desayunos, meriendas y postres ricos en azúcar. Muchos padres se convencen de que los niños acaban quemándolo todo por lo que el azúcar no les puede generar ningún daño (aunque en estos tiempos nos encontramos muchos niños sedentarios y en sobrepeso, pero esta es otra cuestión). De hecho, creo todos los alimentos infantiles que se publicitan contienen azúcar.

También hay publicidad dirigida a los adultos. Normalmente se nos invita a tomar algo dulce después de cenar asociándolo a un merecido momento de placer. En este caso nos convencen poniendo el acento en que se trata de una ‘recompensa’ tras un duro día de trabajo.

Pero,  ¿estamos realmente seguros que el azúcar es inofensivo? La humanidad nunca ha consumido azúcar. Su consumo comenzó en el siglo XVI entre las personas acaudaladas pero se hizo popular en el siglo XIX y su consumo se masificó en el siglo pasado. Por ello, la primera idea que tenemos que tener en la cabeza es que no es un alimento esencial.

Y ¿puede considerarse saludable?

El primer país donde se masificó su consumo fueron los Estados Unidos a partir de los años 50. Por aquel entonces Europa empezaba a recuperarse de 6 años de guerra y la clase política mundial tomaba conciencia de lo ocurrido creando instituciones como la ONU (1945), la Unesco (1945), la OMS (1948) o la OTAN (1949). En muchos países europeos se instituían la educación gratuita y obligatoria, la jubilación y la sanidad gratuita, con el fin de crear un futuro mejor.

   

En cuanto a la nutrición, nos sorprendería saber cuántos de los pilares de nuestras creencias derivan justamente de esa época. Entre ellas, la idea de que la causa de las complicaciones cardiovasculares eran las grasas, mientras que el azúcar se acababa de asegurar un sitio en nuestras despensas digno de toda confianza.

¿Cómo se origina esta confianza?

En 2016 se publicó un análisis histórico que demostró cómo la Fundación para la Investigación sobre el Azúcar (Sugar Research Foundation) influenció (o más bien falseó) los resultados de las investigaciones sobre la relación entre el azúcar y las patologías coronarias (1).

En esos años, en los Estados Unidos, había crecido la preocupación acerca de estas patologías, y se realizaron estudios de intervención para investigar si las grasas y el azúcar afectaban a los que se consideraron marcadores de riesgo cardiovascular y, concretamente, al colesterol y a los triglicéridos.

El resultado creo que todos lo tenemos en la cabeza: lo que más influye negativamente en la salud cardiovascular son las grasas saturadas. Pero ¿fue eso lo que realmente se había descubierto? Pues, parece ser que no.

Según lo que se demuestra en el artículo referenciado (1) (aconsejo su lectura pues no tiene desperdicio) las publicaciones que se realizaron entre el 1965 y el 1970 en el propio American Journal of Medicine, y a través de personalidades científicas de renombre de la prestigiosa Escuela de Salud Pública de Harward, fueron deliberadamente maquilladas, con el fin de culpar a las grasas saturadas de los problemas cardiovasculares.

Para ello simplemente se desecharon los estudios sobre del azúcar al considerarlos incompletos, no pertinentes o susceptibles de interpretación. Por el contrario, dichas investigaciones demostraban que:

– el tipo de hidrato de carbono influía en la formación y en el grado de glicosilación del colesterol (la glicosilación es uno de los procesos que daña irreversiblemente el colesterol, al igual que la oxidación),

– que los valores de glucemia en sangre eran un predictor de la aterosclerosis más indicado que el propio colesterol o incluso la hipertensión,

– y que, dentro de los azúcares de absorción rápida, quizás la fructosa (componente del azúcar) fuese más responsable de todo ello que el almidón.

Pero el mensaje resultante fue que para evitar accidentes cardiovasculares había que reducir al máximo las grasas saturadas y sustituirlas por poliinsaturadas, sin importar si te estabas inflando a hidratos de carbono sencillos.

En línea con esta información, un par de decenios más tarde, se publicó el famoso y controvertido ‘Estudio de los 7 países’ de Angel Keys donde se relacionaban, nuevamente, las grasas saturadas y los accidentes cardiovasculares, publicando, además, una fórmula química al respecto (2). Eran los años de las fórmulas (como aquella en la que se basa el concepto de caloría) como si los organismos vivos fuésemos material inerte, no regulado ni por hormonas, ni genes o cambios epigenéticos, ni microbiota, etc.

Con la opinión científica y médica convencida, con una oferta cada vez más amplia de alimentos azucarados y de alimentos bajos en grasas saturadas, la opinión pública también acabó por morder el anzuelo.

En esta situación todos ganaban:

  • la industria del azúcar y los alimentos altamente procesados (vacíos en cuanto a nutrientes pero de alto índice glucémico, es decir que son capaces de elevar rápidamente los niveles de glucosa en sangre)
  • la industria de los alimentos ricos en grasa. Por ejemplo, la industria láctea rápidamente vio que podía ganar más dinero vendiendo leche desnatada por un lado y su grasa por otro. En cambio, la grasa natural de un alimento implica la reducción de su índice glucémico, lo cual lo haría de entrada más saludable.

Y cuando todos creían haber encontrado la fórmula mágica de la salud ¿cuál fue la sorpresa? Que las patologías cardiovasculares seguían siendo la principal causa de muerte y que, además, se habían sentado las bases de un nuevo gran problema: la pandemia de la obesidad.

Pero que no cunda el pánico, pues la industria y las recomendaciones de salud pública nos ofrecían nuevas soluciones a la obesidad y a las patologías cardiovasculares a través de los alimentos bajos en grasa y de los edulcorados. Y ¿cuál sigue siendo la sorpresa? Que ninguna de las dos soluciones funciona.

Además, en relación con la obesidad, en el año 2016, se publicó un informe en el que se reconoce que el número de las personas con sobrepeso en el mundo supera al número de personas en infrapeso (3), es decir el problema, lejos de mejorar, empeora visiblemente. Y las creencias (verdaderas o falsas que sean) siguen ahí, bien afianzadas, en las recomendaciones de salud pública.

                     

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